PISTACHOS o aprender de la vida con humor
- Marina Xeix

- 16 jul 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 17 jul 2024
Aprender de la vida con humor, uno de mis hobbies favoritos.

Me gusta comprar a granel. Me hace sentir sana y ecológica, y partícipe de un mundo verde que me gusta alimentar, así que es un acto que suelo repetir cada dos o tres semanas. Hace un par de días así sucedió nuevamente. Entre nueces y ciruelas secas sumé un puñado de pistachos y, por alguna razón que en ese momento no fue el dinero –porque en mi mente soy rica y no me importa si los pistachos están a ochenta euros el kilo–, esta vez escogí los que tenían cáscara y renegué de los desnudos, no sin sentirme orgullosa de mi capacidad de improvisación.
Al llegar a casa con todo mi arsenal de frutos secos, procedí a cambiar los saquitos de fécula de patata –que me hacen sentir muy pero que muy eco– por los tarros de vidrio que, acumulados con cariño durante varios años y despojados de su cartelería con más o menos facilidad, se han convertido en mi recipiente favorito, y no sólo por su transparencia a menudo decorativa, ni por la gran variedad de tamaños –principal culpable de mi colección–, ni por el favor que siento que hago al medio ambiente con este gesto de reutilizado acumulativo, sino también, y sobretodo, por lo sencillo de su lavado a mano; sobre cristal, no hay materia aceitosa ni tomatosa que se resista al jabón y al estropajo, y mucho menos a mi habilidad limpiadora.
Pero volvamos a nuestros protagonistas de hoy, los pistachos. Pistachos con cáscara, importante, y tostados, para ser más exactas. Y sin sal.
Al vaciar la bolsa en el tarro escogido para convertirse en el cofre del tesoro, algo despertó mi atención, un detalle incendiario que no superó la aduana de mi parte gruñona: muchas cáscaras venían vacías. Y esa observación fue seguida de una sanisísima retahíla de: será posible, ya les vale, menudo timo, ya está bien, cómo se me ocurre a mí cogerlos con cáscara si siempre me los llevo pelados, qué idiota he sido, pero es que ya les vale, menudo timo, nunca más compro en esa tienda y hombre ya. Y aún protestando internamente, proseguí con el vaciado del resto de manjares deshidratados en sus respectivos frascos, la mosca aún zumbando por mi cerebro con su habitual alegría mordaz y convirtiendo aquel acto normalmente placentero en una tarea menospreciable.
A mi favor diré que, acabada esa labor, no tardé ni diez minutos en olvidar el desafortunado incidente. (Thumbs up). Y para deshacer esta pequeña victoria personal, confesaré que al día siguiente, al ir a preparar el tentempié para mi paseo vespertino, no tardé ni dos segundos en recuperar la ofensa de la tendera hacia sus fieles clientas. Al rescatar el pote de entre sus primos variados e igualmente deliciosos y energizantes, la mosca zumbó directa a esa parte del cerebro que activa las quejas por defecto, esas negativas rapaces y veloces que aparecen incluso antes de haber llegado a pensar. Será posible, ya les vale, menudo timo, ya está bien, cómo se me ocurre a mí cogerlos con cáscara si siempre me los llevo pelados, qué idiota fui, pero es que ya les vale, menudo timo, nunca más compro en esa tienda y hombre ya. Todo esto al mismo tiempo que la garra de mi mano giraba la tapa.
Como el plan era acompañar la merienda de perlitas verdes con pasas y avellanas, y alguna almendra, quizá –la creatividad sería la encargada de tomar esa decisión sobre la marcha–, me dispuse a pelar los agentes de conflicto para depositarlos en el recipiente encargado de transportar la mezcla en mi mochila.
Una cáscara vacía, gruñido, otra cáscara vacía, gruñido-gruñido y, de repente, el milagro. Aquí llegó, tan inesperado como el descubrimiento inquietante del día anterior, el punto de inflexión y, alomejor, también de aprendizaje: un pistacho desnudo. ¡Oh, maravilla! ¿Cómo era eso posible si había comprado pistachos con cáscara? Mi cerebro embotado por la queja no daba crédito a la evidencia.
El enigma reemplazó a la mosca gruñona y pude proceder con el pelado manual y, entonces, sorpresa clonada, volvió a suceder: ¡Otra perla verde enseñando sus vergüenzas! Esta vez la nube refunfuñona tuvo que disiparse del todo para permitir un simpático ¡pero qué suerte la mía! Y la curiosidad me hizo alzar el cristal ante mis pupilas deseosas de ese verde tierno. Y sí, lo encontraron en diversas ocasiones, rompiendo el crudo de los cascarones y riéndose a carcajada limpia de la ofendidísima clienta en la que me había convertido.
Siempre te precipitas, se cachondearon, siempre conspiras mucho antes de observar todo el contenido. Y yo, no dispuesta a escucharles, los pesqué uno a uno para comérmelos allí mismo y callar sus voces y risotadas cargadas de razón.
Mientras los masticaba, escuché más alborozo proveniente del tarro. (Mirada asesina). En efecto, había otros tantos pistachos nudistas que aún no había atrapado. Al vaciar el frasco sobre el mármol para cazarlos a todos sin excepción, no pude evitar hacer una pequeña cuenta rápida, que a priori no quise aceptar.
Más risas de fondo, ya todas entre mis dientes.
No podía ser, pero era: había más pistachos desnudos que cáscaras vacías. Y ellos seguían tronchándose mientras mis muelas los trituraban y mi lengua saboreaba su oro verde.
Hacía apenas veinticuatro horas, entre nueces y ciruelas había sumado un puñado de pistachos en mi cesta a granel y, por alguna razón que en aquel momento no fue el dinero, ese día escogí los que tenían cáscara y renegué de los más libertinos. Y si mi repentino afán de improvisación y aventura tuvo consecuencias devastadoras durante unos minutos, seguro que el giro final de la trama ofreció el resultado deseado por la parte de mi mente que había accionado aquella idea alocada.
¿No resulta fascinante lo que pueden llegar a enseñarte unos simples pistachos?
Marina Xeix
22 junio 2024
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